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Washington y Fidea

Ilustración: Herson  Lazo

Washintong y Fidea eran los hijos del “diablo” y la Siguanaba; no parecían en realidad haber sido engendrados por aquellos seres ya que eran como otros niños: lindos, juguetones, soñadores y traviesos, ansiosos de conocer y explorar el mundo.

Washintong tenía 9 años y Fidea 4; sus padres: el diablo, era rojo, con muchos hoyos sangrantes en el cuerpo, con cachos grandes y torneados, una cola que terminaba en forma de flecha,  olía a azufre aunque se bañara y siempre, siempre andaba con una especie de tenedor de cuatro ganchos, sus alas eran negras y pequeñas, cuando hablaba gruñía, su lengua era como la de una serpiente y el solo escucharlo daba  terror; la madre, la siguanaba siempre andaba semidesnuda, con los senos descubiertos y morados de tanto golpearlos en las piedras, se carcajeaba ruidosamente al punto que se escuchaba a un kilómetro de distancia, dicen.

Estos mandaban a Fidea y Washington a asustar a los niños de su edad, aconsejándoles que los tomaran de la espalda y les provocaran grandes sustos.

Un día decidieron llegar a la casa de Pablo y María, en el Llano El Ángel, un cantón apacible, con mucha maleza y arboles, un ambiente adecuado para realizar sus fechorías.

Los niños escogidos tenían como costumbre jugar en el patio de tierra hasta quedar bien empolvados, luego entre risas y cansancio se acostaban en la vieja hamaca de pitas para seguir retozando. Mientras reían, sintieron un viento frio bajo la hamaca, unas garras le tocaron la espalda a Pablo, según recuerda y su hermana María vio una niña en calzones blancos, de pelo corto y sin  camisa que se reía con ella, que se acariciaba las manos, y más a tropezones que corriendo los niños salieron despavoridos gritando por aquellas apariciones, María se cayó y dejó un zapato perdido, Pablo se tragó un  insecto al abrir la boca para gritar.

Fidea y Washington reían de contentos, habían realizado una fechoría, y fue tanto el susto que le dieron a los niños, que decidieron volver al día siguiente. Y así fue, cuando los cipotes se divertían en la quebrada recolectando caracoles y mojándose el pelo polvoso, Washington saltó sobre el agua mojándolos y Fidea le acompañó dándoles un tremendo susto, los niños corrieron para llegar a su casa.
Pablo y María ya no salen de su casa, porque afuera siempre están Wastington y Fidea para asustarlos, para halarles el pelo o arañarlos.

Los gallos cantaban y el cantón  Llano El Ángel despertaba de la noche, los pericos se encargaban de anunciar que ya el sol estaba sobre los montes de la zona y había que iniciar la jornada.

María de 4 años amanecía en su cuna, lista para jugar con la muñeca de pelo negro y corto, que su padre le regaló en navidad, mientras que Pablo acompañaba a sus hermanas mayores  a la “zacatera” para ayudar a llevar alimento al ganado, acarrear agua y luego la escuela.

La madre de Pablo y María era maestra, pasaba dos jornadas en la escuela, una estructura montada en una vieja casa de adobe que se caía a pedazos, y al mediodía iba a su casa a compartir el almuerzo; pero las labores de directora eran grandes, a veces tenía que quedarse a finalizar proyectos, sobre todo porque el centro requería de nuevas aulas.

Esther tenía 10 años y era la segunda de los hermanos, a veces tenía a su cargo los más pequeños y para asegurarse que no salieran de casa inventaba historias, que los dejaban perplejos…y sin ganas de salir, se quedaban quitecitos luego del cuento de los hijos del diablo. Para aumentar la terapia colocaba las cobijas en las ventanas y en el ambiente oscuro de los días de niñera, mantenía a sus hermanos a salvo de que cayeran a un barranco, que los corneara una vaca, o que se golpearan en las piedras de la quebrada, en aquel cantón donde se crecieron.

 

 

 

 

 

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Redacción UNIVO NEWS

Equipo de periodistas, estudiantes, editores y productores de la Carrera de Comunicaciones de la Universidad de Oriente UNIVO.

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