Un recordatorio del poder de la naturaleza y la resiliencia de un pueblo que, pese a la tragedia, se levantó para reconstruir su futuro.
Por F. Martínez
El 13 de febrero de 2001, El Salvador vivió uno de los momentos más dramáticos de su historia reciente: un terremoto de magnitud 6.6 en la escala de Richter azotó el país, causando la muerte de 274 personas y dejando a más de 2,200 heridos. Este evento devastador también dejó una huella indeleble en la infraestructura del país, con más de 12,000 viviendas destruidas y cientos de edificios dañados.
Los departamentos más afectados fueron San Vicente, La Paz y Cuscatlán, donde las pérdidas humanas y materiales fueron más que evidentes. El terremoto provocó daños en hospitales, escuelas y carreteras, dificultando la respuesta inmediata a la emergencia. La población, ya afectada por el fuerte sismo del 13 de enero de ese mismo año, se encontró nuevamente frente a la devastación.
El terremoto del 13 de febrero de 2001 fue un recordatorio brutal de la vulnerabilidad sísmica de El Salvador, un país ubicado en una zona de alta actividad sísmica. Sin embargo, también evidenció la resiliencia de la población salvadoreña, que, a pesar de las tragedias, se unió para hacer frente a la emergencia, buscando siempre la reconstrucción y la recuperación.
El recuerdo de las víctimas sigue vivo en la memoria de los salvadoreños, y las lecciones aprendidas durante ese período siguen guiando las políticas de prevención y respuesta ante desastres naturales. Este terremoto no solo dejó daños materiales, sino que marcó un hito en la historia del país, un evento que, aunque doloroso, reveló la fuerza de la solidaridad y la capacidad de superación del pueblo salvadoreño.
